sábado, 15 de febrero de 2014

sin GPS


“Era casi del todo imposible que aquella taza azul con rayas naranjas conservara alguna ínfima motecilla de polvo desde apenas ayer a la misma hora que Javier la utilizara como siempre para su café matutino. De todas formas, al sacarla de la estantería de arriba del fregadero volvió a levantarla hacia la luz de la barra fluorescente fijada en el techo de la cocina, para asegurarse de  que estaba libre de cualquier pizca de suciedad. Cómo estuviera en realidad no importaba en absoluto, porque él bien se sabía  incapaz de romper la mecánica casi autómata de su rutina diaria. Y que para cumplir con ella, habría de pasarle el trapo blanco que guardaba perfectamente doblado en el segundo cajón junto al frigorífico.

Las 6. 45, daba igual el día,  era la hora del café. Una cucharada sopera colmada de Saimaza, poco más de medio vaso de agua vertido cuidadosamente en el depósito, dos terrones de azúcar. Sin leche. Y una magdalena.

La mañana de domingo era la más desconcertante de toda la semana. No había nada que hacer obligatoriamente. Aún así, como la improvisación no era contemplada en ninguna de sus vertientes, ya tenía organizado salir a repasar interior y exterior del coche en el lavadero de la gasolinera, a eso de las 10 y media. Y después, hacer tiempo en el parque leyendo el periódico hasta la hora del almuerzo en casa de su tío Alfonso.

De lunes a viernes su vida era igual de apasionante. Javier trabajaba en una oficina de Correos. Allí, desde detrás de un mostrador amarillo, se encargaba de recoger la correspondencia, pesarla, sellarla y cobrar el importe que correspondiera al usuario.

Y lo mismo hacía con el resto de las horas que no eran de trabajo. Perpetuar el curso de una rueda apagada y triste, pero que conseguía moverle, arrastrándole el cuerpo y la mente hacia un objetivo cumplido. Y que lograba finalmente la satisfacción necesaria para dormir tranquilo cada noche.

A las 7.30 cogía el 22. La parada de autobús estaba justo enfrente del portal de su casa, sólo cruzando la calle.

Un libro para el camino y un bocadillo de jamón  con aceite para tomárselo a las 11 en el cuartillo trasero de la oficina.

A las 15 de nuevo el 22 de vuelta al piso. Un almuerzo calentado en microondas. Sesteo hasta las cinco en el sofá del salón. Ducha y té con pastas.

Las tardes minuciosamente planificadas. Lunes: al supermercado. Martes y Jueves: clases de inglés. Miércoles: cine. Viernes: preparar comidas para la semana. Sábado: la colada. Tarde del sábado película en la tele  y la tarea de idear qué hacer la mañana del domingo hasta la hora de almorzar en la casa de su tío.

¿Se os ocurre cómo romper esta cadena? ¿Cómo despertarle de este mal sueño que es su vida?

He pensado que el  sábado 15 de febrero se le averíe la lavadora. Y que cuando llame al servicio técnico de Balay le digan que están tan cargados de avisos que hasta el lunes o el martes no podrán pasarse a revisarla.

Que busque en el móvil  “lavanderías en Cuatro Caminos”, y que al llegar a la laundry más próxima a su barrio se encuentre con el cajero del supermercado que él frecuenta, ese chico delgadito y con largo pelo rubio con mechas caoba y ojos grandes, habitualmente con el turno de tarde los lunes y que libra los sábados. El muchacho que siempre tan amablemente le sonríe y con alguna broma intenta que añada al carro de la compra la salsa de tomate casera de oferta, la gelatina de frutas o la harina especial rebozados.


Y que conozca cuál es su nombre:  Andrés.


Que Andrés le ayude a poner en marcha el mamotreto de la lavadora-secadora, que él no tenía ni una remota idea de cómo manejar y que le invite así de paso y sobre la marcha, esa mismísima tarde, justo después de salir de allí con la colada lista, a acompañarle a montar en globo en el club deportivo de los Angeles de San Rafael.

Sería un buen plan ¿no?

Tal vez así Javier descubra cómo dejarse llevar por el viento.  Cómo prescindir de mapa de ruta, sin esquemas predefinidos, sin GPS”.

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